¿Qué hacían los iberos aparte de pelear?
Jinete alanceando al enemigo. Escultura procedente del yacimiento de Cerrillo Blanco (Porcuna, Jaén). (Ángel M. Felicísimo / CC BY-2.0)No cabe duda, los iberos forman parte de nuestra historia, pero también de nuestra actualidad. No hay más que ver el interés que despertó en los medios el año pasado la noticia de que, gracias al georradar, la Universidad de Barcelona halló en Banyeres del Penedès un poblado ibero de grandes dimensiones. En total, son 200 estructuras que lo hacen comparable en importancia al poblado de Ullastret.
En realidad, nuestro conocimiento de la existencia de los iberos viene de lejos. La primera vez que aparecen mencionados es en la Ora maritima de Avieno, un texto del siglo IV, que se supone basado en un itinerario doscientos años más antiguo escrito por marinos de Massalia (la moderna Marsella). Según el poeta latino, los iberos son las gentes que habitan la costa mediterránea de Hispania, claramente diferentes de las gentes del interior, que, a su decir de romano, estaban menos “civilizadas”.
Curiosamente, pese a que el de Avieno fue un texto muy leído en España durante el Renacimiento –las referencias romanas daban caché histórico al por entonces país más poderoso del mundo–, la identificación arqueológica de la cultura ibera solo se produjo a finales del siglo XIX, y no sin ciertos problemas. Fue en 1830 cuando se empezaron a descubrir en el Cerro de los Santos (Albacete) una serie de esculturas en piedra que el informe oficial de 1860 no supo situar cronológicamente sino en época visigoda.
A su entender, como se trataba de obras de mérito, solo podían ser posteriores a los romanos, que fueron quienes trajeron la civilización a España. Además, la habitual lentitud que mostramos a la hora de proteger nuestro patrimonio consiguió que esos hallazgos no tardaran en ser objeto de venta a coleccionistas. Viendo el negocio, un avispado relojero de la cercana Yecla fabricó varias estatuillas falsas que hizo pasar como verdaderas.
Su trabajo acabó presentado en las exposiciones universales de Viena en 1873 y de París en 1878. El problema es que la superchería fue desenmascarada, con lo que la sospecha recayó sobre el resto de las esculturas y retrasó el reconocimiento de la cultura ibera por los sabios de la época. Con estos antecedentes, no es de extrañar la enconada resistencia mostrada pocos años después por la comunidad científica internacional a considerar legítimas las pinturas de la cueva de Altamira.
Por fortuna, el arqueólogo francés Pierre Paris –que excavaba en España y adquirió la Dama de Elche para el Louvre– publicó en 1904 un libro, titulado Ensayo sobre el arte y la industria de la España primitiva, con el que dio a conocer la cultura ibera al mundo científico europeo.
'Caja de los Guerreros', pieza ibera hallada en la necrópolis de Piquía, en el yacimiento de la Cuesta del Parral. (Ángel M. Felicísimo / CC BY-SA-4.0)
De monarquías a jefaturas
Desde entonces, nuestro conocimiento de la cultura ibera no ha dejado de mejorar. Hasta el punto de que, ahora, esa cronología que tanto desconcertó a los excavadores del Cerro de los Santos está bastante definida. Tras el período ibérico antiguo, en el siglo VII a. C., es posible distinguir un período clásico, del siglo V al III a. C., momento álgido en el que se vivirá una transición de las monarquías a las jefaturas aristocráticas guerreras.
Después del triunfo de Roma contra Cartago en la segunda guerra púnica, la cultura ibera se diluirá poco a poco en la romana, que se instala enérgicamente en la península. Fueron muchos los “pueblos” iberos establecidos a lo largo del litoral meridional y oriental de la península, hasta casi alcanzar el Ródano, en el sur de la Francia actual: túrdulos, bastetanos, mastienos, indigetes... No conformaron una unidad política. Culturalmente es imposible diferenciarlos mediante las evidencias arqueológicas, pero las fuentes los demarcan con cierta precisión por áreas geográficas.
Estas poblaciones se organizaron primero en monarquías sacras, que terminaron transformadas en jefaturas aristocráticas clientelares, teniendo los caudillos guerreros un control político más absoluto en la zona meridional que en la nororiental. No obstante, para terminar de complicar esta imagen a vuela pluma de la estructura política ibera, en las descripciones de las fuentes también aparecen mencionados órganos colegiados para la toma de decisiones, como consejos de ancianos o senados.
Quizá sea este tipo de matiz político el que explique la existencia de tantos pueblos iberos diferentes. En cualquier caso, está claro que el clientelismo era llevado al extremo, como demuestran las instituciones de la fides y la devotio. La primera era una dependencia personal, y la segunda, colectiva.
Ligaban al cliente con su jefe militar hasta la muerte, pues no podían sobrevivir al fallecimiento de este en la batalla, viéndose obligados a suicidarse. A cambio de semejante sacrificio, los clientes disfrutaban de la protección proporcionada por el jefe y, sin duda, de beneficios económicos añadidos.
Con contactos y cultivados
Los caudillos vivían en las casas señoriales que se han encontrado en los distintos oppida (poblados fortificados) iberos, sus asentamientos más grandes. En los oppida podían llegar a convivir varios miles de personas. Las viviendas estaban distribuidas según un plano más o menos ortogonal, trazado sobre una pequeña meseta fácilmente defendible a la que se añadía una muralla.
Además de los oppida, en el territorio ibero había pueblos o aldeas –tanto en el llano como en las laderas de pequeños cerros–, caseríos o granjas fortificadas para explotación agropecuaria, así como atalayas, pequeñas instalaciones fortificadas destinadas al control del territorio.
Una parte importante de la economía del mundo ibero fueron los intercambios comerciales con fenicios y griegos, reemplazados después por los cartagineses. Los iberos mercadeaban con metales, cereales, aceite y vino a cambio de productos de lujo para sus élites (cerámicas decoradas, telas, joyas...). Los contactos con estas culturas permitieron desarrollar las técnicas alfarera y escultórica iberas, y se llegó incluso a acuñar algunas monedas.
Jinete ibero del siglo III a. C, parte del llamado Relieve de Osuna, y que se puede contemplar en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. (Luis García (Zaqarbal) / CC BY-SA-3.0)
Una de las primeras cosas que llama la atención de los iberos es que se trató de un pueblo alfabetizado que poseía escritura propia. En total, se conocen aproximadamente un par de millares de inscripciones. Las hallamos en monedas, cerámicas, objetos de prestigio, estelas funerarias y láminas de plomo. Sin embargo, pocas poseen una extensión amplia que posibilite un análisis filológico detallado, y ninguna forma parte de un texto bilingüe que aporte pistas para su desciframiento, al permitir comparar el ibero con alguna lengua conocida de la época, como el fenicio, el griego o el latín.
Y es que la lengua ibera tiene una peculiaridad: sabemos cómo leerla y pronunciarla, pero no cómo traducirla... Al menos, no todavía. El desciframiento de su fonología se debe a Manuel Gómez Moreno, que en 1922 la identificó como una escritura mixta, en parte alfabética (las vocales) y en parte silábica (consonantes oclusivas). Sus trece signos alfabéticos y quince silabogramas se escribían de izquierda a derecha.
En realidad, estamos generalizando, porque estas características describen solo uno de los varios sistemas de escritura utilizados por los iberos, en concreto, la escritura levantina, o noroccidental, que encontramos desde Murcia hasta aproximadamente la desembocadura del río Hérault (entre Montpellier y Narbona). Es la única que ha podido leerse, sobre todo porque es en la que está escrita la inmensa mayoría de los textos conocidos.
Desde Alicante hasta el sur de Portugal, en cambio, encontramos la escritura ibérica meridional, o suroccidental, formada por 29 signos (con muchas variantes en pocas inscripciones, lo que dificulta el desciframiento) y escrita de derecha a izquierda. Estos serían los dos sistemas de escritura realmente ibéricos, a los que cabría sumar otros surgidos por su contacto con otras culturas.
El primero sería la escritura grecoibérica, que es una simplificación del alfabeto jónico usada entre el siglo V y el IV a. C. en la zona de Alicante y Murcia. Nació, claro está, de los intercambios comerciales con mercaderes griegos. Además, hacia el interior de la península, gentes de cultura celta realizaron unas pocas variaciones en la escritura ibérica para escribir su propia lengua.
Los misterios de su sociedad
En cualquier caso, además de jefes y aristócratas, dentro de las poblaciones iberas encontramos agricultores, comerciantes, artesanos, mujeres, niños y esclavos. Resulta por ahora imposible saber si hubo sacerdotes y, de haberlos, si actuaban como únicos intermediarios entre los dioses y sus fieles o como meros representantes de los jefes, demasiado ocupados para dedicar todo su tiempo a los ritos y ceremonias. Igual de difícil resulta identificar el trabajo de los comerciantes, sin duda vinculados a los jefes y la aristocracia, a quienes proveían de productos de lujo.
El grueso de la población lo formaban los campesinos y artesanos, distribuidos según unas redes clientelares de cuya estructura lo desconocemos todo. Respecto a las mujeres, parece que su imagen está cambiando entre los historiadores. Según indican las fuentes, a menudo se las prefería como rehenes a los hijos de los jefes, lo cual parece indicar que la posición social de algunas de ellas era importante. Una conclusión que también parece desprenderse de imágenes como la Dama de Elche y la Dama de Baza, tanto como de su presencia en los cementerios, donde, por otra parte, no se enterraba toda la población.
La Dama de Elche, obra maestra del arte ibero. (José Luis Filpo Cabana / CC BY-SA-2.0)
Este aparente peso social, por supuesto, no impidió que la dureza de la vida en la Antigüedad se cobrara su precio sobre las mujeres. Los estudios paleopatológicos sugieren que fallecían con unos 22 años de edad como media, y los hombres con 33. Solo un 6,67% de ellas alcanzaba los 40 años, comparado con el 28,57% de los hombres. Ese solía ser el resultado de dar a luz en pésimas condiciones higiénicas. Y algo parecido puede decirse de los niños, cuya mortalidad total se calcula en un 50%.
Esto implica que muchos de ellos no alcanzaban la edad mínima que los definía como miembros de la sociedad y les facultaba para ser sepultados en los cementerios. Cuando la muerte sucedía antes, muchos eran enterrados bajo el suelo de las casas, quizá como una ceremonia propiciatoria, que algunos investigadores han interpretado como un sacrificio ritual más que como una muerte natural.
De la guerra y la muerte
De entre su grupo de clientes, el jefe y los aristócratas escogían a los hombres que los seguirían a la batalla, porque parece que guerrear era una actividad estacional que tenía lugar durante la temporada de buen tiempo en primavera-verano. Se ha de descartar también que fuera la guerrilla el método preferido de combate, pues ya antes de la llegada de los cartagineses se produjeron enfrentamientos entre unidades cerradas.
A esta táctica se llegó después de haber pasado por un período de combates singulares, donde los héroes de cada bando luchaban entre sí por la victoria final. Cuando, durante el siglo V a. C., la monarquía se transformó en jefatura, lo mismo sucedió con la guerra, en la que ahora participaban los clientes del jefe, vinculados a él por las ya mencionadas instituciones de la fides y la devotio. En los combates no participarían sino unos cientos de soldados por cada campo, pues, al fin y al cabo, la población general no debía de ser demasiado elevada.
Con respecto al armamento, hay que señalar que la famosa falcata ibérica no es sino uno de los cuatro tipos de espadas conocidas y utilizadas por los iberos. A ella se sumaban la de frontón, la espada de antenas y la recta tipo La Tène. Pese a no ser guerreros, sino a tiempo parcial, la ferocidad con que se empleaban en combate, tan loada por los clásicos, hizo que las potencias mediterráneas reclutaran grupos de combatientes iberos como auxiliares de sus unidades principales.
Con tantos choques bélicos, y dadas las pobres condiciones de vida, resulta lógico que la muerte y los dioses ocuparan un lugar destacado en el pensamiento de los iberos. Los cadáveres eran incinerados y las cenizas enterradas, tras lo cual se celebraba un banquete funerario. Los enterramientos podían ser de varios tipos. El más sencillo era un simple agujero en el suelo, en algunos casos con una pequeña estructura cuadrada superpuesta.
Se conocen otros en pozos con las paredes revestidas de piedra o adobe, tumbas de cámara con un túmulo encima, otras turriformes (en forma de torre) y, por último, las simbólicas, en las que la urna funeraria es sustituida por una piedra. Las tumbas se agrupaban en necrópolis situadas siempre cerca de los recintos urbanos, donde podían ser vistas con facilidad.
De algún modo, es como si se hubiera querido destacar la existencia de las tumbas, pues algunas de ellas han aparecido con esculturas pintadas de rojo, mientras que los propios cementerios aparecen desprovistos de árboles que pudieran impedir la vista al transeúnte.
Figurilla conocida como 'El guerrero de Mogente' (Museo de Prehistoria de Valencia / CC BY-SA-3.0)
La religión y el arte
Por lo que respecta a la religión, solo se conoce el nombre de un dios, Betatun, aunque se sabe que los sacrificios tuvieron gran relevancia en ella, a diferencia de los templos, no muy significativos.
No son muchos los que se conocen, pero los lugares de culto sí son muy numerosos. En las zonas urbanas podemos encontrar alguno de esos pocos templos, capillas domésticas y santuarios empóricos, donde tenían lugar los intercambios comerciales bajo la protección de los dioses. Los santuarios estaban situados cerca de las ciudades. Fuera del recinto urbano se encontraban los templos supraterritoriales, vinculados a grandes territorios y no a una única población.
Vinculado al mundo funerario figura uno de los elementos más reconocibles de la cultura ibérica: la escultura. En ella se aprecian influencias griegas y fenicias, pero adaptadas al modo de hacer ibérico, lo que da lugar a obras con mucha personalidad. Para crear sus trabajos, los escultores iberos utilizaban piedras blandas, que en muchos casos pintaban para dotarlas de más vistosidad. Otro elemento escultórico relacionado con la religiosidad ibera son los exvotos de bronce, realizados a la cera perdida y de calidad diversa.
Si bien se encuentran prácticamente por todas partes, se han recuperado por millares en dos santuarios: Collado de los Jardines y Castellar, ambos en la provincia de Jaén. Finalmente, entre la información que no podemos interpretar del todo sobre la ideología ibérica, se encuentran los dibujos que adornan las cerámicas y algunas urnas funerarias. Se trata de escenas de origen variado, con protagonistas humanos, animales y vegetales, a veces llegados del mundo heleno (como las gárgolas), otras del púnico (símbolos de Tanit) y muchas más propias del ibero (como el águila).
Estas piezas representan una perfecta síntesis de esta cultura, porque, aunque el mundo ibérico aceptó muchos influjos culturales del Mediterráneo oriental, lo hizo adaptándolos a sus propias necesidades ideológicas, una característica de las culturas con un carácter definido. Los importantes beneficios económicos que obtenía Cartago de su relación con el mundo ibero no tardaron en generar las envidias de Roma.
De modo que esta buscó la menor de las excusas para desencadenar una serie de enfrentamientos que, a duras penas, le permitieron librarse del único competidor de talla existente en el Mediterráneo occidental. A partir del siglo III a. C., la llegada de la cultura romana a la península dio comienzo a un importante proceso de aculturación que acabó con la cultura ibera y con sus miembros convertidos en romanos.
Fuente: lavanguardia.com | 28 de diciembre de 2019
0 comentarios: